A caballo entre dos mundos que no han dejado nunca de disputarse su gobierno, de dos mundos que siglo a siglo, y van veintiséis, han ido forjándole el carácter a base de desparramar por ella, a escote, sus esencias, Estambul, es el punto de encuentro, la frontera entre oriente y occidente, entre el Islam y el Cristianismo, Europa y Asia.
Ella es la Constantinopla de las mil y una noches de mística ensoñación; la que dio cobijo a la humanidad en su adolescencia, cuando en la inmortal Roma ya ni atinaban a defenderse de los bárbaros del norte; la Bizancio amamantada por tracios, atenienses, espartanos y persas; la asediada por cruzados; la del Imperio otomano; la perla de Atatürk, padre “republicanísimo” de la nación turca.
Viaje a Estambul y poco a poco, con el paso de los días, irá percibiendo cómo, sin saber desde dónde ni por qué, acuden a su memoria imágenes de quienes, tal vez, si los seres humanos tuviésemos la facultad de repetir en esto de la vida, sin duda alguna, habríamos podido ser. Y es que toda ella es una invitación constante a la imaginación.
El número de lugares que estando allí no nos podemos perder tiende al infinito. Sí, sus cifras, espectaculares: quince millones de almas se presumen ya Estambulitas; doce de ellos llegados en los últimos treinta años.
Pasear por algunos distritos como el de Maltepe, inexistente hace apenas unas décadas, puede ayudarnos a construir un relato verídico de cómo son estas gentes, y en que ocupan su día a día. Lo normal es verlos charlar amistosamente; gesticulan, se mueven, se tocan. El turco es famoso por su hospitalidad, le encanta compartir su espacio vital, vivir con los otros; su comportamiento carece del encorsetamiento a que estamos sometidos los comunitarios.
Pero si queremos empequeñecer de verdad, que cuando llegue el momento de partir tengamos algo indeleble que contar, nos acercaremos hasta las zonas históricas, Patrimonio de la Humanidad, a la ciudad vieja, junto al estrecho del Cuerno de Oro, en el magnífico puerto natural que nos descubre el Bósforo, frente al mar de Mármara; en él estaremos cerca todo. Del imponente palacio de Topkapi, un singular conjunto de edificios rodeado de jardines, centro administrativo del Imperio otomano, actualmente reconvertido en museo de éxito; toda aquella época imperial se guarece del olvido entre sus paredes. Y de la eterna, inconfundible, icónico orgullo de todo patriota turco, Santa Sofía. Pocos edificios construidos por el hombre han sido tantas cosas; su cúpula, que maravilló a nuestros ancestros, continua siendo motivo de estudio arquitectónico aún hoy; templo pagano, la mayor catedral de la cristiandad durante mil años, en ella se inicio el Gran Cisma de la iglesia, fue sede del patriarca, mezquita, museo… Y frente a ella, en el mismo plano, acompañándola, la Mezquita Azul, la única con permiso para tener seis alminares, edificada sobre los cimientos del antiguo Gran Palacio de Constantinopla, famosa por sus exuberantes mosaicos de color azul.
Difícil os será también no hablarles a los vuestros del no menos icónico Gran Bazar, visitado diariamente por cerca de trescientas mil almas; donde deberemos regatear los precios a conciencia y parar en alguno de sus cafés a reconfortarnos tomando un té con menta.
De todo esto y de mucho más se nos impregnarán las alforjas del viaje, y pasado el tiempo, al recordar que estuvimos allí, descubriremos que tal vez nunca la abandonamos del todo, y entonces, nos preguntaremos si no será que debemos volver para averiguar porque la echamos de menos.
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