Cerveza, chocolate y estatuas meonas en Bruselas
Tras abandonar la estación tomo el sentido al que me invita la leve pendiente de la calle. Una alameda se interpone. Y a continuación una gran plaza. Pero, no puede ser ¿me he equivocado de ciudad? Ante mí junto a su lacayo y corcel hay una estatua del hidalgo de la mancha. Una réplica de la que hay en la plaza de España de Madrid. Pero no, no estoy en Madrid. Estoy en Bruselas y lo que tengo ante mí es un regalo del gobierno español a la ciudad corazón de Europa.
Los habitantes de Bruselas reciben el apelativo de zinneke. Lo que viene a significar «perro callejero». Según dicen porque la ciudad es una mezcla de razas, de gentes de todo el mundo y todas las categorías. La capital de Bélgica es la sede de la Unión Europea, la OTAN y algunas de los mayores emporios empresariales del mundo. Lo que le aporta un toque de distinción. Sus edificios Art Decó y Art Nouveau se turnan con fachadas decoradas con escenas de tintín, mientras en sus bajos abren sus puertas exquisitas chocolaterías y cervecerías donde se dan cita los protagonistas de la cultura belga.
Como no podía ser de otro modo me encamino a Grand Place. Un rectángulo donde se dan cita los belgas y los turistas. Hoy, por fin, se contempla libre de los andamios, luciendo sus mejores galas: las fachadas de edificios gremiales y del Ayuntamiento. En otro tiempo el poder político y el económico se asomaban a los balcones de esta plaza, epicentro de Bruselas y Patrimonio de la Humanidad. Algunas de sus casas fueron domicilio del escritor Víctor Hugo, uno de sus más insignes vecinos. De hecho, en Grand Place tiene el punto de partida una ruta por Bruselas de la mano del escritor francés. Pero vayamos por partes.
Vista la inmensidad de la plaza, me dirijo a hacer una visita al hombrecito que salvó la ciudad. El Manneken Pis es una fuente situada en la Rue Charles Buls, en homenaje al niño que orinó sobre una bomba colocada a las puertas del ayuntamiento. La travesura del crío propició que se apagara la mecha y desde entonces la esquina del niño meón se ha convertido en visita obligada de los turistas.
De vuelta sobre mis pasos las chocolaterías lanzan sus lazos de olor y muestras en los escaparates. Una irresistible tentación de la que doy fe. ¡Exquisitos! Pero tampoco desmerecen los gofres cubiertos de nata y fruta fresca, entre otros manjares. En fin, entre bocado y bocado vuelvo al centro neurálgico de Bruselas. Junto a la Chocolatería Grand Place un disimulado cartel anuncia «Cathédrale» y sigo la flecha. Desemboco frente a la fachada de las galerías comerciales techadas más grandes de Europa, Galerías St. Hubert. De hecho, ocupa dos calles. Dentro del pasaje, junto al cine, se encuentra la Taverne Passage. El lugar escogido por literatos y artistas para degustar un buen café.
Rue des Bouchers atraviesa la galería perpendicularmente. Aunque es un lugar interesante, porque se aprecia la vida de los vecinos que habitan el barrio antiguo de Bruselas, también es un lugar saturado de restaurantes turísticos en los que los camareros no cesan de mostrar sus cartas e invitar a que visite su local.
Para ir a la Catedral de San Miguel y Santa Águeda tengo que salir de estas sinuosas calles, hacia la zona más elevada. No muy lejos de mi punto de origen, la Estación Central. El templo tiene bastante similitud con Notre Dame de París. En el interior me quedo maravillado, como lo hiciera Víctor Hugo, contemplando las vidrieras renacentistas y el púlpito de estilo barroco.
De nuevo paso ante la estación dirección a Mont Arts, puerta de entrada al popular barrio Sablon. Grandes parques y los museos más interesantes de Bruselas se dan cita entre edificios de estilo Art Decó y Art Nouveau, además de la Biblioteca y el inmenso Palacio Real. Algunas de estas maravillas de la arquitectura están declaradas Patrimonio de la Humanidad.
Tras dejar atrás la estatua ecuestre sigo subiendo entre jardines hasta el edificio de los antiguos almacenes Old England. Hoy sede del Museo de Instrumentos Musicales. La colección tiene mucho que ofrecer, como el edificio construido en hierro y cristal. En la planta superior del museo un restaurante permite tomar un café con unas excepcionales vistas de Bruselas.
En la Place Royale tomo el tranvía que me lleva hasta el mastodóntico edificio del Palacio de Justicia, al final de la calle. Desde su mirador también se obtienen unas buenas vistas de la ciudad. A medio camino, la parada de Marolles me permite regresar al barrio bajo y parar a comprar algún recuerdo en «marche de puces», una suerte de rastro a lo belga, y visitar el museo del cómic, situado en la Plaza Grand Sablon. En esta zona, siguen abriendo sus puertas cada día cafés centenarios como La Fleur en Papier Doré o el ineludible À la Mort Subite. Nombres barnizados de ambiente literario.
Tras perderme varias veces por las calles de Bruselas, embobado con fachadas imposibles y cervecerías con más años que clientes, me decido a visitar las afueras. El recinto del Exposición Universal, junto al parque Laeken, conserva todo el esplendor de 1958, cuando se inauguró el Atomium. El verde domina los alrededores del parque, que alberga las dependencias reales de verano. Si hubiese llegado en primavera podría visitar los invernaderos reales que abren entre mayo y junio para exponer el colorido de sus flores. Pero eso es motivo suficiente para hacer otra visita a Bruselas.
Malinas, un tesoro oculto
Al día siguiente me decido a visitar la ciudad del infante que después de convirtió en Carlos I de Alemania y V de España. En los carteles no aparece el nombre de Malinas, lo que busco es Mechelen, la versión belga del nombre.
La ciudad medieval está a medio camino en dirección a Amberes. Quince kilómetros en tren y mis pies ya pisan el trazado medieval de Malinas. El centro histórico está delimitado por una carretera de circunvalación dándole forma circular, quedando dividido por el Gran Canal que la atraviesa y sirve de vía fluvial y paseo.
Desde la estación tomo un taxi que me lleva por Hendrik Conscience Straat. Una calle comercial que muda el nombre más adelante. Un puente con jardineras plagadas de orquídeas anuncia la entrada a la zona antigua de Malinas. Ahora el asfalto se sustituye por adoquín y el traqueteo del coche me invita a continuar andando. Todavía los comercios son modernas tiendas para abastecer las necesidades de los vecinos, pero poco a poco la ciudad se va transformando. Al comienzo de la calle Bruul un letrero me resulta familiar. La firma de Amancio Ortega está por todo el mundo.
Finalmente llego a Grote Markt, la plaza del mercado y centro de la vida de Manilas. Esta plaza es el escenario escogido para instalar ferias ambulantes, rastros y el famoso mercadillo de Navidad. Desde aquí todo está a mano. Lo más próximo es el Ayuntamiento, antaño edificio que albergaba la Lonja del Paño. De entonces son las filigranas e imposibles adornos hechos con la piedra.
Sin abandonar la plaza llama la atención el campanario gótico de la Catedral de san Rumoldo. La torre se levanta 97 metros sobre el pórtico del templo dominando todo el entramado de calles de Mechelen. Tras subir los 538 escalones de la torre contemplo el carillón de 99 campanas de diferentes tamaños. Suenan cada día para anunciar el Ángelus, a las doce.
Callejeando se llega a las Reales Manufacturas De Witt. La más importante industria de Manillas, al menos en otro tiempo. A este taller de maestros artesanos llegan los tapices del Louvre y el Prado, entre otros, pues son especialistas en limpiar y restaurar estas valiosas piezas.
Es la hora del pincho y la costumbre manda, aunque se esté en suelo extranjero. Así que me desplazo hasta la fábrica de cervezas Het Anker, en la calle Guido Gezelleaan, a probar su bebida estrella: Gouden Carolus (Carlos de Oro). Se dice que de esta fábrica salieron los maestros cerveceros que el emperador Carlos V llevó a España. La cerveza se deja acompañar con «cuco de Manillas», un pollo a la brasa para chuparse los dedos.
La cervecería se encuentra en el barrio conocido como Groot Begijnhof (Gran Beaterio), cuyas casas, hoy Patrimonio de la Humanidad, se convirtieron en Casas de Viudas, manteniendo aisladas del resto del mundo a setecientas mujeres, tiempo ha.
No me puedo ir de Manillas sin visitar el Palacio de Margarita de Austria, al otro lado del casco antiguo. Un escudo sostenido por dos leones hace de distintivo sobre la puerta de entrada. En caso contrario, la fachada pasaría desapercibida entre las fachadas anexas. Hoy lo que se puede visitar son los amplios jardines que protegían los edificios adyacentes. En ellos debió de pasar su infancia el emperador, hasta los diecisiete años.
Y mientras espero el tren hacia mi próximo destino, opto por disfrutar del tiempo libre paseando junto al Gran Canal. Las tiendas antiguas dan la mano a las nuevas, acogidas en edificios medievales con la nota inconfundible de la arquitectura belga.
Muchas gracias por citar los atractivos de Bruselas y por darlos a conocer a vuestros lectores. Muy interesante vuestro blog. ¡Saludos!